Una apendicitis en La Habana

Aterricé en La Habana un 28 de marzo. Luego de cinco años llegué a un país en el que ya casi no tengo familia, ni amigos. ¿Qué hace a un país mi país, entonces? Supongo que ese sentido de pertenencia que me caló hasta los huesos desde que salí del avión y respiré el inconfundible olor a Cuba. Supongo que todos los muertos que la amaron y nos dieron identidad y todavía están ahí: Martí, Lezama, Dulce María, mi abuela. Tantos otros. 

Supongo que los recuerdos. 

Sentí también el calor de un aeropuerto repleto de gente, sin aire acondicionado y escaleras eléctricas que no funcionan. Una turba de trabajadores te aborda desesperada apenas sales por el pasillo que conecta al avión con la estructura para ofrecerte servicios VIPs y obtener propinas. La antes mejor disimulada necesidad hoy se revela inevitable. Sin aceptar ninguno, me incorporé a la larga fila de control de pasaporte. “Bienvenida a la Patria”, me dijo la oficial que inspeccionó mi pasaporte azul. Yo no le dije nada. 

Enseguida que dejé el aeropuerto sentí acidez y dolor de estómago, que atribuí al estrés de la vida en Miami, y al golpe emocional que siempre me representa llegar a Cuba. 

Me subí al Willy color azul cielo de los años 50 que me llevó al Airbnb de El Vedado en el que planeaba pasar los próximos tres días. 

Pero un par de horas más tarde, el malestar del estómago se había convertido en un dolor punzante en el lado derecho del abdomen. Negué fuertemente mis propias sospechas. No era posible que me fuera a pasar lo que temía, precisamente en Cuba. El país cuyo sistema de salud fue orgullo nacional, por mantener los principales indicadores sanitarios al nivel de las naciones más desarrolladas, y que al día de hoy exhibe una creciente escasez de medicamentos y suministros importantes, mal equipamiento y fondos insuficientes. 

El sábado 30 de marzo llegué a un hospital de El Vedado con un dolor que no se aliviaba. Un amigo de un amigo nos estaba esperando allí. En una cama vacía de la Unidad de Cuidados Intensivos fue mi primera palpación. 

“No pareciera quirúrgico”, me dijo, y me indicó unos análisis de laboratorio y ultrasonido. Mi clínica era confusa. Para el ingreso solo tuve que dar mi carnet de identidad, al que le quedaba apenas un año de validez. 

“No es concluyente”, dice la ecografista, que había consultado varias veces a una colega por WhatsApp mándandole fotos de mi ultrasonido, que repitió otra vez. “Vas a tener que hacerte una TAC, pero el equipo de este hospital está roto”, me dijo. 

Un amigo de un amigo nos resolvió una tomografía en otro lugar. Gracias al poco común privilegio de contar con un carro con combustible en Cuba, y a amigos que “resuelven”, pude ir a hacerme el estudio. 

Tras una corta espera me acosté en el viejo tomógrafo. El dolor era cada vez más fuerte y estaba comenzando la fiebre. 

“Necesitan buscar un CD para poder llevarse los resultados”, nos anunció el técnico. Y mi novio encontró un disco en algún negocio particular en las afueras del hospital. 

Regresamos al punto de partida y el equipo de residentes de cirugía indicó que me iban a dejar en la sala de observación. Las aproximadamente diez camas estaban ocupadas. Una mujer lloraba desconsoladamente en la primera. Al frente, un señor de más de 80 años gritaba de dolor sin parar. 

“¿Trajiste sábanas?”, me preguntó la enfermera. No habíamos llevado nada, así que me prestó una que me dijo estaba limpia. Al poco rato, el equipo de cirujanos de guardia se acercó a mí. Eran tres, liderados por un señor de unos 60 años, hombre de voz firme y serena que transmitía mucha seguridad. 

Me hicieron varias preguntas y palparon mi abdomen. No me dijeron nada y afuera de la sala de observación ya habían decidido. 

Mi tío entró y me dio la sentencia: “Te van a operar”. Nunca olvidaré sus palabras. Increíblemente, con ellas me acompañó una sensación de paz y abandono a lo que sea que fuera a pasar. Solo teníamos que esperar a que el salón se desocupara. 

Tras un par de horas me prepararon para subir. Había solo una camilla en el hospital y estaba en uso, por lo que tenía que transportarme en una silla de ruedas. Con sonda, levin y suero, no era una situación ideal. 

El único y demorado ascensor del edificio nos llevó al cuarto piso. La entrada estaba bloqueada. Con todos mis “accesorios” y la ayuda de los médicos y de mi familia, crucé un muro cuya altura era la de mi cadera, y me acosté en la camilla que me llevaría al quirófano. 

El camino, que más parecía una carrera de obstáculos que el trayecto de alguien que está entrando a una cirugía de emergencia, me llevó a la sala pre y post operatoria. Los ventanales de aquel viejo hospital dejaban ver el cielo amarillo del atardecer. 

“Es sábado de gloria y todo va a salir bien”, me dijo un médico amigo de mi familia que enseguida fue con nosotros para el hospital, refiriéndose a la fiesta religiosa de los católicos en Semana Santa. 

El anestesiólogo me recibió allí. No nos conocíamos, pero nunca olvidaré la inexplicable familiaridad que me hizo sentir. “Tú no parece que vives aquí”, me dijo riendo. 

Ese mulato me miraba a los ojos. En sus palabras noté, como piel que no te puedes quitar, su preparación profesional. En su cercanía, una extrovertida solidaridad y en su rostro “la sonrisa acumulativa e indescifrable del cubano”, como dijo alguna vez Lezama. 

Lo último que recuerdo de ese momento son las luces blancas del quirófano. Abrí los ojos nuevamente unas horas después en la sala de antes, con el anestesiólogo. Recuerdo haber visto a mi familia y a mis amigos saludándome a lo lejos. Recuerdo mi cielo, todavía amarillo. Ya no había más dolor. El resto de ese día se almacenó de manera borrosa en mi memoria.

Me cuentan que el primer cirujano en salir fue el mayor. Sereno, dijo que mi apéndice se había perforado y que la operación había sido más complicada de lo que esperaban, pero que todo estaba bien. Mi herida, grande y abierta en dos ocasiones, da fe. Luego, el residente, y de tercero, el cirujano que realizó el procedimiento. Mi cirujano, como niño que cuenta sus aventuras del día, detalló a todos lo que había hecho, con la adrenalina y la emoción de quien pudo dejar las complejidades del mundo de afuera y hacer lo que le apasiona. 

Él mismo fue quien la mañana de aquel domingo siguiente subió a la habitación, me desconectó unos cuantos “accesorios”, y me agarró del brazo para dar la primera caminata. 

Lo siguiente fueron cinco días en la sala de cirugía, recibiendo tratamiento endovenoso por la complicación que tuve. Mi madre llegó en vuelo de madrugada con todos los medicamentos que iban a hacer falta, pero en ese momento el hospital los tenía, así que no tuvimos que usarlos. Se quedaron en La Habana para quien los necesite.  

El drenaje conectado a mi interior era, primero, un guante y luego una bolsa de colostomía. Las habitaciones tenían condiciones insalubres. El baño de la mía no tenía llave de agua en el lavamanos, como casi todos los baños allí. Tampoco tenía luz. El inodoro no descargaba. 

A un hospital cubano hay que llevar cubos de agua, sábanas y toallas, ventiladores, comida, detergente, alcohol, gasas, termómetro. Todo eso y más, si lo tienes. 

Tras varios días ingresada allí, comienzas a conocer mejor a la gente que está a tu alrededor y ellos te conocen a ti. Gracias al privilegio de tener familia fuera de Cuba y de vivir en el extranjero, teníamos preciados objetos como jabón líquido, que los enfermeros nos pedían para lavar las bandejas y otros utensilios con los que tenían iban de cama en cama varias veces al día suministrando medicamentos. Reclusas pasaban todos los días por la habitación a limpiar solo los pisos. Trapeaban con una colcha vieja y sucia y un cubo de agua. A ellas les dábamos cloro. 

En medio de toda la oscuridad de situaciones precarias, hay vestigios de luz como aquella que se colaba por los ventanales de la sala que antecede al quirófano. 

La verdadera luz tiene forma de gente. De médicos de vieja escuela que creen más en la clínica que en los papeles, te miran a los ojos y te aprietan la mano. Enfermeros que te piden ayuda para otros que necesitan tanto. Desconocidos que comparten tus desgracias, te preguntan si estás bien, y de verdad quieren saberlo. 

Incluso en el desastre, ese lugar me dio una sensación de casa que no me puede dar ningún otro. Hoy sé, porque ellos me lo enseñaron, que ante la escasez de absolutamente todo hay algo que se impone, inagotable: la humanidad.

María Teresa López Rodríguez es licenciada en Ciencias de la Comunicación. Apasionada por el periodismo y las artes. Actualmente cursa la maestría de Periodismo Multimedia en Español en Florida International University