Hace más de 20 años, la región de Montes de María al nororiente de Colombia solía ser la despensa agrícola de la costa caribe. Diariamente salían camiones cargados de maíz, arroz, yuca y otros productos del campo para abastecer a las principales ciudades. Pero de eso queda muy poco, porque hoy lo que crece por toneladas es palma africana.
Desde que la palma africana llegó a los Montes de María en 1998, los dueños de la tierra dejaron de ser los campesinos de la región y el uso del suelo montemariano ya no es lo que llaman el “pan-coger” (alimentos del día a día), sino el cultivo masivo de palma africana y otros monocultivos maderables.
El despojo de tierras en Montes de María se remonta al conflicto armado y la llegada de la palma aceitera. Uno de los lugares más afectados por estos hechos es el municipio de Maria La Baja, en el departamento del Bolívar, donde la palma supera las 10,800 hectáreas sembradas, impactando el ecosistema local, el acceso al agua potable y las economías campesinas.
Los pesticidas y agroquímicos que se emplean en los cultivos de palma van a parar en las fuentes hídricas, impactando el uso del agua en las comunidades de la alta montaña, como en el municipio de San José del Playón y La Suprema, ubicadas muy cerca de las represas del distrito de riego.
“Imagínate tú tener una ciénaga, una represa a tu lado y no poder consumir el agua. Eso está pasando en estos momentos en la comunidad de La Suprema, donde murieron unos 5 niños por tomar esa agua contaminada”, cuenta Yefri Paola Cervantes, integrante de la plataforma Organización de Población Desplazada, Étnica y Campesina (OPDs).
Cuando se construyó el Distrito de Riego en Montes de María en los años 60, sus aguas solían abastecer cultivos locales como el arroz y el plátano pero, actualmente, más del 80% de las tierras que se benefician de este sistema de represas y canales están sembradas en palma, según informes de la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad.
La concentración de la tierra que hace posible los extensos monocultivos de palma, ha propiciado que los agricultores dejen de trabajar en cultivos alimenticios para sus propias comunidades y se concentren en producir biocombustibles limpios para Estados Unidos y Europa, según lo revela un estudio de la Universidad Nacional de Colombia.
Un campesino de Maria La Baja y desplazado por el conflicto armado, quien pidió reservar su identidad, debe comprar el agua en carrotanques que venden 20 litros por $2000 (US $0.52). Él es miembro de los consejos comunitarios creados a partir de la Ley de Víctimas, y que trabajan por la restitución de tierras a víctimas del desplazamiento forzado. Actualmente, debe arrendar tierra a propietarios locales para sembrar sus productos y poder venderlos al mercado.
“Nosotros lo que sabemos es labrar la tierra (…). Yo soy campesino, pero no tengo un metro de tierra para cultivar”, dice.
En otras áreas de Maria La Baja, como en la vereda La Pista, la comunidad puede extraer el agua de pozos subterráneos, como se ha hecho tradicionalmente debido a la enorme cantidad de humedales permanentes y temporales. El agua es limpia porque se encuentra en la parte baja del municipio y no está tan cerca de los cultivos de palma. Sin embargo, también han visto los efectos del monocultivo.
“La guayaba prácticamente se extinguió por el parásito que trajo el cultivo de palma. Pájaros nativos de esta zona han emigrado o han desaparecido”, explica una habitante de la comunidad de la Pista, quien pidió permanecer anónima.
El conflicto armado y la estrategia del despojo
El potencial productivo del suelo montemariano y su ubicación geoestratégica para la agroindustria la convirtieron en un epicentro del conflicto. Grupos guerrilleros operaron en el territorio desde la década de los 70 y con la aparición de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), a finales de los 90, la violencia se recrudeció.
Uno de los informes de la Comisión de la Verdad relata que durante los 90 se hicieron frecuentes el secuestro, la extorsión, los homicidios selectivos, las violencias sexuales, el reclutamiento de menores, las masacres y el desplazamiento forzado, entre otros hechos.
El conflicto armado propició un fenómeno de despojo de tierras y de compra masiva a precios irrisorios con la participación de variados actores. Funcionarios del alto gobierno hasta agentes comunitarios y grandes empresarios sacaron provecho del abandono de tierras rurales fruto de la guerra.
81,656 hectáreas fueron abandonadas y despojadas entre 1997 y 2007, según informes de las víctimas presentadas a la Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad . En muchos casos, los campesinos abandonaron sus fincas por miedo a ser asesinados. Esta época coincidió con la llegada del primer proyecto de cultivo de palma de aceite para la producción de biocombustibles en los Montes de María, que se ubicó en el municipio de María La Baja.
Con la desmovilización de los paramilitares en el 2005, muchos campesinos pudieron volver a los territorios, pero encontraron que las tierras estaban ocupadas con palma africana.
Pedro Carballo, líder juvenil del municipio de María La Baja y estudiante de comunicación audiovisual, ha sido testigo de cómo los territorios donde hubo mayor desplazamiento y mayor presencia de grupos armados, están ahora en poder de empresas agroindustriales.
“Esas comunidades y esas familias que les tocó desplazarse a ciudades como Sincelejo, Cartagena, Barranquilla, incluso a Venezuela, ya cuando regresaron, no pueden recuperar sus tierras porque ya las vendieron a muy bajo precio. La tierra cambió de dueño justamente en esta estrategia de despojo y de desplazamiento forzado… Estamos viviendo un conflicto que no lo quisimos, sino que nos fue impuesto”.
La respuesta de la comunidad al monocultivo y al despojo
“El desplazamiento nos causó un rompimiento del tejido social”, dice Fredy Olivera, un líder indígena Zenú, recordando la historia de cómo llegaron a María La Baja, desplazados del departamento de Córdoba por grupos paramilitares. Se instalaron en la vereda la Pista, y allí se reencontraron con desplazados de otros sitios, que como ellos, venían huyendo de la violencia y buscando empezar de nuevo.
Con el tiempo vieron la necesidad de organizarse, a pesar del peligro que podía traer hacer reuniones, ya que seguían rondando grupos paramilitares que señalaban la movilización social de los campesinos como actos de grupos guerrilleros. Fue así como conformaron el cabildo indígena Zenú de la Pista y fueron retomando costumbres, entre ellas, la agricultura, la cría de animales y el cultivo de la caña flecha, una especie de palma que tiene múltiples usos, desde crear artesanías hasta tejer sombreros y utensilios.
El cabildo forma parte de la Organización de Población Desplazada, Étnica y Campesina (OPDs), una red de iniciativas comunitarias creada en el 2011, y que trabaja por los derechos de la comunidad y, principalmente, por enfrentar las afectaciones ambientales producidas por los monocultivos y agroindustrias.
Junto con más de 12 organizaciones sociales del territorio crearon la Mesa Permanente por el Agua en el 2018, una iniciativa para defender las fuentes hídricas de los Montes de María. Su trabajo es el cuidado de los arroyos, jagüeyes y pozos, siembra de árboles nativos como la ceiba y el caracolí, que ayudan a conservar el agua que nace en las montañas.
Yefri Cervantes, miembro del equipo de comunicación rural de los Montes de María y de las OPDs, explica que el campesinado necesita vías de acceso y protección para sacar sus productos a las ciudades, ya que la violencia sigue siendo una amenaza en el territorio.
“Un campesino se demora hasta tres o cuatro meses sembrando. Después de todo ese proceso no reciben ni siquiera la mitad para subsanar la deuda que les dejó el trabajo de cultivar”, dice Yefri.
“Un campesino se demora hasta tres o cuatro meses sembrando. Después de todo ese proceso no reciben ni siquiera la mitad para subsanar la deuda que les dejó el trabajo de cultivar”, dice Yefri.
Las OPDs han insistido en que haya una retribución más justa para los productores campesinos, puesto que los intermediarios venden sus productos en la ciudad por casi el doble de lo que cuesta en el campo.
Por ejemplo, 50 kg de maíz se consigue en el campo a $70,000 pesos colombianos (COP) (US $17.00) y los intermediarios lo venden hasta en COP $130,000 (US $31.84). El ñame diamante se compra en $40.000 (US $9.80) y los intermediarios lo comercializan por $80,000 (US $19.60).
“Un campesino que lleva 60 años produciendo la tierra sigue viviendo en las mismas condiciones, sin acceso a un sistema de salud, una pensión, o al menos la posibilidad de comprarse ropa”, dice el líder juvenil Pedro.
Pedro coordina el Equipo de Comunicacion Rural de Montes de María, una estrategia de comunicación alternativa que recoge las voces de la comunidad y las experiencias de las organizaciones sociales de la región. Su liderazgo le dio la oportunidad de obtener una beca para estudiar comunicación audiovisual en la ciudad de Barranquilla.
En su opinión, los problemas del territorio no pueden abordarse desde una visión externa a las dinámicas de las comunidades.
“No queremos como desarrollo que nos vengan a hacer un centro comercial aquí porque sabemos que eso va a matar las dinámicas de las comunidades campesinas y se va a subvalorar el esfuerzo de la familia campesina que producen en el territorio”.
La Corporación Desarrollo Solidario CDS es una ONG que apoya los procesos de las economías campesinas, derechos humanos y ciudadanía. Así, le apuestan al fortalecimiento del campesinado montemariano y del Canal del Dique mediante distintas estrategias, como la siembra de policultivos, la recuperación de plantas nativas y el entrenamiento en producción agroecológica, que incluye el uso de agroquímicos y pesticidas de orígen natural.
El mayor deseo de Merlys Guzmán, lideresa del Cabildo Indígena, es mantener sus costumbres en una cosmovisión indígena Zenú, para no desaparecer como pueblo ni poner en riesgo sus vidas. Una de las prioridades del cabildo, es que el gobierno les otorgue tierras que les permita subsistir como pueblo, ya que su relación con la tierra va más allá de lo material.
Mientras el potencial productivo de la tierra montemariana se desgasta en la palma aceitera y la ganadería extensiva, las comunidades tejen esfuerzos para rescatar la riqueza del suelo que habitan, y hacer que vuelva a crecer el plátano, el maíz, la yuca y el ñame.
Merlys insiste en que la paz no se trata de grandes proyectos sino de atender las voces y las necesidades básicas de la comunidad.
“Vivir en paz es vivir dignamente y vivir dignamente no significa tener un edificio por casa. Vivir dignamente significa estar en un territorio, que tengamos alimentación a la mano y que podamos utilizar la tierra”.