A las 6:45 de la mañana iniciaba mi aventura. Había sido siempre un sueño. Desde que en secundaria, en la clase de ciencias sociales, escuché de una isla con un sistema de gobierno diferente a lo que hasta entonces conocía y prometí que algún día estaría en esta tierra de la música, el tabaco y el ron.
Casi no dormí como sucede cuando tengo un viaje. Los preparativos comenzaron desde el día anterior cuando compré algunas cosas con la intención de ayudar a quienes les hiciera falta. Mientras hacía la fila para registrar el equipaje, pude notar que la mayoría de las personas viajando hacia Cuba llevaban grandes maletas y paquetes abultados cuidadosamente empacados en un plástico azul. Con marcadores estaban escritos algunos nombres, en su mayoría femeninos y no tan comunes, por lo menos no para mí.
La fila se movía lentamente y de manera espontánea conocí a Marelys. Después de un intercambio de preguntas de esas que solo se dan en aeropuertos o aviones, y con la certeza que no la volvería a ver, decidí preguntarle: ¿Por qué todo el mundo tiene tanto equipaje y por qué lo envuelven tan cautelosamente”? Ella cambió la expresión de su rostro, se acercó a mí, más de lo que esperaba y, mirando alrededor, asegurándose que nadie podría escucharla, dijo: “Diez kilos de pollo, cinco de res, y un pernil de jamón. ¡Allá no hay nada mi niño”!
Al llegar al mostrador, me pidieron el pasaporte. Al no ser ciudadano cubano, me tocó pagar una tarifa de $100 dólares para un tipo de visa llamada “Apoyo al pueblo cubano”. Esta es una de las 12 categorías de visa permitidas para poder viajar a la isla como extranjero; bueno, más bien, como residente de Estados Unidos. Hay otros países que pagan menos, pero todos pagan.
Después de 46 minutos de vuelo, comencé a divisar una gran extensión de tierra muy verde y una vegetación frondosa desde la ventanilla — había aterrizado en la Habana. El paso por los filtros de seguridad fue bastante fácil y rápido. Recogí la maleta y salí al encuentro del conductor que me esperaba con mi nombre escrito a lapicero en una hoja de papel.
Manejaba un carro ruso, marca Lada, según me explicó Hecney, el conductor.
“Toda una reliquia”, decía con orgullo. De camino al hotel, me contó que dos de sus hijos y su esposa ya estaban en Miami viviendo y que ya habían sometido el proceso para la reunificación familiar. Salir de Cuba solo era cuestión de tiempo.
En esos 30 minutos que duró el viaje hacia el hotel, pude sentir el olor de la combustión, un olor a gasolina que se esparcía por todo el interior del carro. Me comencé a sentir mareado, por lo que decidí bajar las ventanillas dándole vuelta a una manija desajustada. Al menos sirvió para disipar el olor.
En este recorrido observé la rutina diaria de la gente: algunos vendedores de maní en los semáforos, edificios grandes de concreto que parecían abandonados, las plantas se enredaban por las superficies de las paredes, como reclamando su espacio y los murales desteñidos, lavados por el tiempo.
Al llegar a mi destino, recostado en una esquina de la puerta me esperaba Salvador, el dueño de la habitación que había rentado para mi estadía en la Habana. Un hombre bajito de sonrisa amplia, bastante simpático, me invitó a conocer las instalaciones y hablaba de los lugares que me interesaría visitar y de los cuidados que como turista debía tener. Todo lo anterior mientras maceraba un limón como preámbulo de un mojito de bienvenida.
Con solo tres días para descubrir esta hermosa isla, emprendí un recorrido que me haría tener conversaciones internas que aún sostengo en mi lugar de origen. Caminar por sus calles sólo fue el inicio de cuestionamientos más profundos.
Montones de basura en las esquinas. Niños jugando dentro de lo que algún día fueron fuentes de agua. Gatos y perros que deambulan en medio de las multitudes sin dueño, ni destino fijo, y edificios de grandes portones, abiertos de par en par que albergan más de una familia. Lo que anteriormente podría haber sido un edificio público, hoy es la residencia de familias que hacen su vida en las aceras mientras beben cerveza y corean canciones con sus vecinos.
La vida pasa sin prisa. El malecón que bordea la ciudad colonial de la Habana sirve de sofá para aquellos que, seducidos por la puesta del sol, deciden sentarse, solos o en pareja. Un espectáculo de la naturaleza digno de contemplar al compás de las olas que golpean sus muros.